Hoy el día se acercaba a su fin con un baile familiar en el medio del salón de casa, con las lucecitas del árbol de Navidad de fondo y pensé “¡Qué lindo es este momento!” y deseé que no acabara jamás. Soy consciente de que eso no es posible y seguramente alguna parte de mi cerebro en ese momento sabía que al acabar la canción podían empezar las discusiones entre hermanos por la siguiente canción o cualquier otra cosa que rompiese la atmósfera. Pero, en ese instante, fui feliz porque estábamos los cuatro juntos, bailando, porque sí, sin ningún motivo. Tal vez, celebrando la vida. Tal vez, celebrando el amor. Como esta carta es la última del año, había pensado hacer antes un repaso del año, de los logros y los fracasos, y por qué no, un listado de propósitos para año nuevo. Pero me acordé de algo que leí el año pasado (o quizá fue en 2021) en un libro de Leila Guerriero:“A fin de año, más que nunca, la vida no es la vida sino una patética declamación de buenas intenciones, una renovación del permiso de postergarlo todo, una fe idiota en que nunca será demasiado tarde para nada” (Teoría de la gravedad). Te cuento que empecé el mes de diciembre trabajando desde casa y el primer día que tuve que ir a la oficina tenía la dicha, la posibilidad, de volver sin prisas a casa al salir de trabajar. La razón: ese día no tenía la responsabilidad diaria de ir a recoger al pequeño a la guardería. Así que planeé ir a conocer una librería con servicio de café, cerca de donde trabajo. Dándome una caricia a mi alma de lectora, recorrí los pasillos llenos de libros, leyendo los títulos, deseando tocarlos. Estaba disfrutando de mi ratito de soledad permitido y deseado hacía semanas, rodeada de historias, de palabras, de deseos de contar. Pero por alguna razón no era capaz de permanecer en la librería sin comprar algo. Sentía que merodear así por los libros, gozando del momento sin más, iba a ser mal visto. Quería pero sentía una absurda culpa, una incomodidad sin sentido. Así que comí lo que había pedido, me acerqué al mostrador a pedirle un libro que no tenían, me compré un clásico que nunca había leído y me fui a casa. Al otro día leí en los “Diarios” de Alejandra Pizarnik lo siguiente: “Entro en una librería desconocida. Me dirijo a los anaqueles coloreados, llena de curiosidad y tensa de emoción. La esperanza de hallar «algo nuevo» es quebrada por la voz del empleado que me pregunta qué títulos busco. No sé qué decirle. Al fin, recuerdo uno. No está. Hubiese querido seguir mirando, pero sentía sobre mí el peso de esa mirada comerciante, tan estrecha y desaprobadora ante alguien que «no sabe» lo que quiere. ¡Siempre lo mismo! ¡Siempre hay que aparentar posesión de un fin! ¡Siempre el camino rectamente marcado!”. Durante el puente, los nenes y yo armamos el arbolito de Navidad. Es una tradición familiar que se remonta a mi infancia así que me hacía mucha ilusión armarlo con ellos por primera vez (antes solo teníamos un árbol de velcro). Hubo algunas peleas, gritos, empujones, llantos, pero acabó bien la cosa y pudimos colocar la estrella en la punta (y las luces). En el momento, me enfadé un poco, me frustré. Quería que fuese un momento mágico, muy distinto a lo que estaba sucediendo. Pero, visto con perspectiva, creo que fue tan real como la vida misma, y la vida tiene eso, no siempre es como la imaginamos y no por eso deja de ser mágica. Esos días festivos fueron muy agotadores para mi cabeza. Había cumplido un mes trabajando en el nuevo proyecto (cinco horas diarias fuera de casa, justo después de llevar a los nenes al cole y justo antes de ir a buscarlos). Estaba deseando tener unos días de descanso, pero hace tiempo aprendí que las vacaciones ya no son vacaciones, que el verdadero descanso mental no está en las vacaciones. ¿Cómo podría descansar cuando hay dos seres humanos pequeños que dependen de mí? Y de su padre, claro está, pero si estamos los dos en casa, mi cabeza está con ellos, con sus exigencias, sus necesidades, sus ganas de jugar, de cantar, de gritar, sus quejidos, sus lamentos, sus “mami, mami, mami” y sus interrupciones constantes a mi intimidad. Es difícil descansar. Y si mi cabeza no anda bien, se hace más difícil. Necesito salir, darme un paseo sola por el río. Y no lo hice. Y la cosa no acabó bien: un dolor de cabeza terrible se apoderó de mí. Aún lo tengo pero más suave. Y lo peor es que una de esas noches sentí que me sumergía otra vez a lo más oscuro de mi ser, a esa zona de la que salí hace meses y a la que no quiero volver. Me es difícil explicarlo pero siento que hay muchas referencias a esas sensaciones en otro libro que estoy leyendo que es “El peligro de estar cuerda” de Rosa Montero. Y hay un fragmento que dice así: “La realidad tiene para sí misma, dudosa consistencia. A veces parece ser un arrecife amable y bello, pero por debajo se agolpan las tinieblas, sin forma ni sentido y habitadas de monstruos.” Dije que la intensidad de esos días y el estrés de volver a una rutina laboral que hacía años no tenía, acabó con dolor de cabeza pero la realidad es que no quedó ahí. A los pocos días, me desmayé en las oficinas, sintiéndome verdaderamente vulnerable por unos largos minutos hasta que fui capaz de volver a reír. El susto (el aviso, dirá después una amiga íntima) me llevó a tres días de reposo en los que pude descansar, al menos por las mañanas hasta la hora de ir a buscar a los nenes al colegio. Un descanso que me decían que me tome y yo sentía que no debía (otra vez la dichosa culpa rondando mi cabeza). ¿Se es menos profesional por delegar tareas y descansar tres días después de un síncope? Mi cerebro no dejaba de repetirme que descansar estaba muy mal visto, pero menos mal que tengo gente que me quiere bien y me “obligó” a parar, a “desresponsabilizarme” (al menos de mis obligaciones profesionales). Y así, llegamos a esta semana de linda intensidad laboral y maternal, con mucho menos dolor de cabeza, más ocupaciones que preocupaciones, y bailando en el salón una canción de Navidad que empieza así: “Todos buscamos felicidad Es algo muy difícil de encontrar Si no vemos más allá es por no mirar Escuchar tu corazón puede ayudar Sonríe al mundo, la fiesta va a empezar” Y termina así: “¡Me hace feliz ver a la gente! Disfrutar de la Navidad Un año más tengo en frente Para darte amor y amistad Y en los corazones se siente La magia de la Navidad Una mirada inocente Y un año nuevo pa’ soñar Uh uh, juntos vivir una fantasía Que nos cultiva de noche y día Acompañando esta melodía ¡Todos bailando, todos cantando!” Hasta aquí, esta última carta del año 2023. Gracias por estar al otro lado. ¡Felices fiestas!
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